Gracias a sus bosques, Bolivia está entre los 10 países del mundo con mayor riqueza de especies. Esta biodiversidad, conocida solo en una pequeña parte, además de su valor intrínseco, es pródiga en los servicios que brinda a las poblaciones humanas y está íntimamente ligada a las características y a las funciones hídricas y climáticas que los bosques provén a la seguridad alimentaria, a partir de la agrícola y la pecuaria, así como mediante un sinfín de productos alimenticios, además de medicinales, energéticos, maderables, rituales, entre muchos otros, que en el futuro podrían ser la respuesta a los problemas de hambre o enfermedad del planeta.
A lo anterior se suman las funciones ecológicas de los bosques para mantener la humedad y propiciar las lluvias; purificar el aire; regular el ciclo hidrológico; proveer agua dulce y evitar los procesos de desertificación; impedir tempestades gracias a su espesor de follaje y constituirse en sumideros de carbono que ayudan a disminuir el avance del cambio climático.
A pesar de su importancia, Bolivia no ha dejado de destruir sus bosques y en los últimos seis años su pérdida superó las cifras históricas nacionales, llegando a ocupar, en el año 2019, el quinto lugar entre los países con mayores cifras de deforestación del planeta y el primero con mayor deforestación per cápita. Aun cuando todavía no se conocen cifras actualizadas de desmontes para el año 2020, existen reportes y evidencias que indican una acelerada continuidad en la conversión de bosques a monocultivos, a pasturas para ganadería y a otros usos, en muchos casos insostenibles por las características de los suelos o de los sistemas productivos con visión de corto plazo, que provocan la acelerada degradación de los ecosistemas de las áreas forestales del país.
El cambio de uso del suelo para la agroindustria está relacionado al uso de variedades transgénicas, pesticidas y herbicidas a gran escala, que contradicen los principios de la seguridad alimentaria y nutricional, que no aumentan la tradicional baja productividad y que incrementan la dependencia de transnacionales como Bayer o Monsanto, sobre todo a partir de la importación de agroquímicos que contaminan los suelos y el agua y que causan daños a la salud.
Adicionalmente, la agroindustria paga cargas impositivas irrisorias en relación al costo ambiental que ocasiona y la enorme subvención en hidrocarburos que goza el sector, que a su vez tiene relación con el incremento en la cantidad de alimentos básicos importados por el país debido a la reducción de la diversificación productiva en grandes zonas. En resumen, con la agroindustria no sólo exportamos commodities, sino también bosques, y contaminamos el agua y los suelos, indispensables para la vida de las poblaciones locales.